EL PODER DE LA VIVENCIA
Andrea Narracci

Durante un grupo reciente de terapia multifamiliar de orientación psicoanalítica en Roma, en un determinado momento una madre intervino. Comenzó diciendo que sentía dificultad para expresar lo que estaba por decir dado que diría cosas muy íntimas, de las que se avergonzaría y que, sin embargo, lo haría de todos modos. Estaba considerablemente emocionada, si bien hasta ese momento no parecían haber surgido, comparado con las otras intervenciones, elementos de particular intensidad.

Comenzó a contar que había salido con su marido hace poco y que se había encontrado sola, en un cierto punto, durante la tarde, cuando su marido había preferido volver a su casa y los dos amigos con los que habían salido habían dicho que tenían cosas que hacer.

En ese momento se sintió sola y comenzó a pensar que, quizás, siempre se había sentido un poco sola, y que quizás era esto lo que Pamela, la hija problemática, había siempre sentido, y que la había llevado a estar siempre presente en su vida (de la madre), a no separarse nunca de ella.

Dijo luego que sentía culpa por esto y que quizás nunca lo había comprendido tan bien como en este momento.

Creo que esta breve viñeta clínica ilustra con claridad el “poder de la vivencia”, en el sentido que esta madre, que llamaré Franca, logró sentir y reconocer que sintió y logró descifrar la sensación que describió, luego de muchos años de trabajo en el grupo con el grupo.

Al comienzo, hace alrededor de seis o siete años, la situación se había presentado en estos términos: tenemos una hija enferma con esquizofrenia, ya no duerme en la cama, duerme en la cocina, sobre una silla reclinable y es el único lugar en el que se siente segura; la tratamos suministrándole, a escondidas, gotas que nos han indicado; con las gotas está tranquila y el resto de la familia puede continuar con sus vidas; tenemos dos hijos más, un varón y una nena y nosotros, los padres, ambos trabajamos.

Hemos hecho todo a nuestro alcance en los últimos nueve años, ella se enfermó a los 19, ahora tiene 28, la hemos llevado al psiquiatra, al psicoterapeuta individual, hemos intentado terapia familiar, hemos cambiado de psiquiatra; luego finalmente, nos hemos resignado a darle los medicamentos a escondidas y a intentar sobrevivir.

 

¿Qué ha sucedido durante estos años, desde cuando los padres vinieron al grupo por primera vez – Pamela vino luego de mucho tiempo, y luego continuaron viniendo juntos – en este último periodo, principalmente con la madre y la hija?

Los padres han iniciado a reflexionar sobre su historia, tanto como padres, que como hijos (especialmente) y, en relación a ello, han comenzado a preguntarse si habían adoptado el modelo de ser padres de sus propios padres, y cómo lo habían hecho, es decir de abuelos de los propios hijos.

Creo que éste es uno de los aspectos sobre el que debemos detenernos más durante los grupos, si queremos que, en este caso una madre, logre darse cuenta de algo que ha vivido, de un estado de ánimo propio, y que este estado de ánimo suyo y particular haya sido percibido tan intensamente justamente por aquella hija, la que, por el contrario, aparentemente, no solo no había logrado crecer, sino que había logrado transformar su vida en un calvario en el cual todos, quien más quien menos, resultaron involucrados.

Evidentemente existe una gran distancia por recorrer para poder llegar a que una madre se permita reconocer que ha sido importante respecto al modo en el que la hija, que luego se tornará problemática, comenzó a estar mal. Evidentemente, había un problema en la madre, aquello de la soledad, a tal punto que era un problema en la hija, de no lograr mirar hacia otro lado respecto del dolor de la madre, que no le importara y poder pensar en sus cosas. Creo que son necesarios ambos factores para que se verifique una interdependencia patológica y patógena.

 

Pero volvamos al modelo de cómo se hacen los padres propuestos por los abuelos, y de cómo esto es asumido por los padres de un futuro paciente psiquiátrico grave.

En líneas generales, el modelo puede asumirse o rechazarse en bloque, teniendo presente que puede haber infinitas connotaciones en la aplicación por parte de cada progenitor. El punto importante, sin embargo, es otro: ¿cuánto influencia la asunción o rechazo del modelo de los abuelos respecto del peligro que dicha adhesión o contraposición puedan conducir a las personas a alejarse de su propia forma espontánea y, por sobre todas las cosas, auténtica de relacionarse con el otro, en este caso los padres con los hijos?

 

¿Por qué es importante que los padres se cuestionen sobre esto? Porque si no, nadie sabrá nunca porqué un paciente está mal o porqué los padres y toda la familia están mal.

El paciente no sabe por qué está mal y el progenitor interdependiente tampoco, si no logra comprender por qué quedó unido o está unido al hijo en una interdependencia.

Por eso es que era vulnerable, en este caso “se sentía sola”.

Es decir, un trauma o una pena, sin embargo, no elaborados, habían vivido uno o ambos padres y, gradualmente, divididos y mantenidos disociados, y por ello no recuperables para el razonamiento.

La estructura de la enfermedad mental grave se articula a través de las relaciones entre los representantes de tres generaciones y, a menudo, el problema principal no lo ha experimentado el paciente, sino uno o ambos padres.

 

Yo pienso que el grupo es el lugar en el que cada persona puede tener la posibilidad de investigar su auténtica propensión a tener una relación con el otro.

Los grupos se arman para permitir a las personas que han experimentado procesos particulares de distorsión de su posibilidad de vivir y desarrollar su propia capacidad de relaciones entrelazadas con los otros, en particular con los propios hijos.

No por su culpa o responsabilidad, sino por estar involucrados en los procesos de los cuales, como en este caso, ha sido realmente difícil reconstruir el origen o el desenvolvimiento.

 

Se trata entonces de disponerse a la investigación sobre el modo en que cada uno ha vivido estos procesos distorsivos hasta “restituir” a cada uno de los participantes del grupo la capacidad de ser auténticos, al menos por lo que dure el desarrollo del grupo.

Incluidos los profesionales.

 

No se trata de tratar de descubrir el modo en el que, dentro de cada uno, se haya desarrollado el proceso patológico, del cual en el individuo solo podemos entrever el resultado final, sino lo que ha determinado en el individuo denominado paciente la distorsión perenne de los propios sentimientos que, con el tiempo, se transformará en síntomas que encontraremos más adelante.

 

El objetivo de la atención de los terapeutas debe por ello estar constituido en primer lugar por los vínculos, más que del interno o externo de las personas, es decir, de las personas en relación con otras personas, aunque no se trate exactamente de personas acabadas.

Los comentarios están cerrados.